1. Contexto de la crónica, época colonial, sus características respecto a la lengua, sentidos culturales y sociales

Un poco de historia

En principio, existe acuerdo en que la crónica puede ser caracterizada, en buena medida, como una narración que fija y preserva en papel los hechos históricos que la memoria humana no podría guardar. Su objetivo es permitir, mediante su lectura, que quienes no han atestiguado lo que en ella se describe —sean éstos coetáneos o generaciones futuras— logren enterarse de los sucesos acaecidos en el pasado.

Ya a partir del siglo xvi, en la corte española se designaba específicamente a un funcionario para escribir la historia de la monarquía: se trataba del cronista o “coronista” real. Desde luego, realizaba su labor por encargo, y su mandato era conservar y enaltecer la memoria de los hechos de los españoles y de la grandeza de la Corona, para lo que se ponía a su disposición toda la documentación administrativa y oficial que resguardaban los profusos archivos reales.

En este marco, el contacto con el denominado “Nuevo Mundo” dio lugar al surgimiento y proliferación de multitud de historiadores y cronistas aficionados (soldados, religiosos, funcionarios de diverso rango), cuyo contacto con las realidades americanas los impulsó a tomar la pluma por razones variadas. Algunos escribieron por mandato superior, a fin de informar sobre cuestiones que importaban a la administración y gobierno de los nuevos dominios; sin embargo, en la mayoría de los casos —en especial durante los primeros tiempos— no estaba ausente la fascinación ante lo inédito, ni la necesidad de dejar testimonio de las maravillas y peculiaridades de las tierras recién encontradas.

De manera concomitante, la confección de relaciones y crónicas devino una forma de obtener recompensas o beneficios del favor real. De este modo, tanto particulares como miembros de corporaciones (v. gr. la iglesia) elaboraron sus historias (manuscritas o impresas) y buscaron hacerlas llegar al monarca como medio para destacar sus méritos personales. Aunque en este trance corrieron con fortuna desigual, buena parte de la masa documental que produjeron y que llegó a la metrópoli fue utilizada libremente por los cronistas reales. Cabe señalar que en aquel tiempo no existía el concepto de “propiedad intelectual”,2 de modo que los cronistas del rey no estaban obligados a dar cuenta de sus fuentes. Sin embargo, gracias a la glosa de numerosos textos y voces (y en particular de aquellos testimonios orales que nunca alcanzaron la letra impresa), las noticias en ellos contenidas llegaron a formar parte de la versión oficial de la historia de América.

Manuscritas o impresas, integradas a la crónica real o ignoradas, de mano laica o clerical, estas historias fueron escritas a lo largo de casi trescientos años, y abarcan un amplísimo espectro espacio-temporal y una cantidad incuantificable de materias históricas, por lo que son fuentes primordiales para el conocimiento del mundo americano bajo la dominación de la corona de Castilla.

En este marco, es preciso recordar que, en el siglo xvi —como lo había sido en los anteriores y como sería aún en los dos subsecuentes—, en el mundo hispánico el sentido de la historia tuvo una clara marca providencial. Esta inflexión arraigada en el pensamiento agustiniano proponía que el sentido de la historia era la revelación de Dios y la unión con él; así, el devenir de la humanidad consistiría en la historia de la aceptación o el rechazo, es decir, la de la salvación o la perdición, o la lucha entre el bien y el mal.

De ahí que las historias fuesen relatos morales y pedagógicos, pues la historia debía instruir y edificar, incitar al bien, además de hacer perdurar la memoria para ejemplo de todas las generaciones, presentes y venideras. Desde este punto de vista, las obras sólo podían caber en dos categorías: fútiles o útiles. En la primera figuraban todas aquellas que eran un mero producto de la imaginación y que, en cuanto eran consideradas fantasiosas, podían caer fácilmente en el error e inducir a él a sus lectores, al ofrecerles ejemplares que se apartasen o contradijesen a los de la ortodoxia católica. En la segunda, en cambio, se encontraban las obras que contribuían a afianzar la fe, a presentar modelos de vida cristiana en todas las esferas sociales y a mostrar las verdades esenciales. Porque la verdad no era necesariamente la adecuación racional de un predicado a los hechos objetivamente apreciados (tal como hoy lo suponemos), sino la aproximación del hombre a la virtud, que es lo que conducía a Dios. En la medida en que Dios y su voluntad eran causa de los sucesos, era lógico que estos relatos históricos pudiesen incluir —y de hecho se esperaba que lo hicieran— acontecimientos prodigiosos, que no eran sino manifestaciones de lo divino en la existencia humana. Muchos de ellos se relacionaban con los orígenes de los pueblos y su desarrollo, y recogían las vidas y hazañas de reyes y jefes militares o líderes, cuyas acciones se proyectaban como paradigmas en el gobierno, la guerra o la vida ordinaria.